UNA ROSA PARA EMILIA
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu¬jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol¬ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla¬mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de¬sea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do¬mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu¬rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es¬posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza¬mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po¬cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na¬die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
IV
El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej¬os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba...
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos...
El hombre yacía en la cama...
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo..
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestra nariz aquella débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
Los crímenes de la calle
Morgue
[Cuento. Texto completo.]
Edgar Allan Poe[Cuento. Texto completo.]
La canción que cantaban las sirenas, o el nombre
que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.
Sir Thomas Browne
que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.
Sir Thomas Browne
Las
características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en
sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus
resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto
grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en
su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción
de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu
consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más
triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los
acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia
que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del
método en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una
intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el
estudio de las matemáticas, y en especial por su rama más alta, que,
injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina
análisis, como si se tratara del análisis par excellence. Calcular, sin
embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo,
efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el
ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la
inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado,
sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con algunas
observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el
máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de
damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad
del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y
singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es
equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se
trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se
comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los
movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades
de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador
concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay
un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de
inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las
ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia
superior.
Para hablar menos
abstractamente, supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen
a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio
resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la
victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo
intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el
espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de
una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual
puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha
reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la
facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en
él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda
alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad
analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el
mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad
para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde la mente se
enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el
juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante las
cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples
sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que
el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención
equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado
jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el
mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria.
Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son
las condiciones que por regla general se consideran como la suma del buen
jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden
los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones
y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor
proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la
deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué
se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco,
dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos
externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolo
cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo
con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas
ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan.
Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un
capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la
seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar
una baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo
palo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartas
sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental
de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de
ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo,
la vacilación, el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción,
aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos
o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momento
utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran
dado vuelta a las suyas.
El poder analítico no
debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el analista es por necesidad
ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz
de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta
habitualmente el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio)
han asignado un órgano aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido
observada con tanta frecuencia en personas cuyo intelecto lindaba con la
idiotez, que ha provocado las observaciones de los estudiosos del carácter.
Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que
entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga.
En efecto, cabe observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía
mientras que el hombre verdaderamente imaginativo es siempre un
analista.
El relato siguiente
representará para el lector algo así como un comentario de las afirmaciones que
anteceden.
Mientras residía en
París, durante la primavera y parte del verano de 18..., me relacioné con un
cierto C. Auguste Dupin. Este joven caballero procedía de una familia excelente
-y hasta ilustre-, pero una serie de desdichadas circunstancias lo habían
reducido a tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió ante la
desgracia, llevándolo a alejarse del mundo y a no preocuparse por recuperar su
fortuna. Gracias a la cortesía de sus acreedores le quedó una pequeña parte del
patrimonio, y la renta que le producía bastaba, mediante una rigurosa economía,
para subvenir a sus necesidades, sin preocuparse de lo superfluo. Los libros
constituían su solo lujo, y en París es fácil procurárselos.
Nuestro primer encuentro
tuvo lugar en una oscura librería de la rue Montmartre, donde la casualidad de
que ambos anduviéramos en busca de un mismo libro -tan raro como notable-
sirvió para aproximarnos. Volvimos a encontrarnos una y otra vez. Me sentí profundamente
interesado por la menuda historia de familia que Dupin me contaba
detalladamente, con todo ese candor a que se abandona un francés cuando se
trata de su propia persona. Me quedé asombrado, al mismo tiempo, por la
extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo, sentí encenderse mi
alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de su imaginación. Dado lo
que yo buscaba en ese entonces en París, sentí que la compañía de un hombre
semejante me resultaría un tesoro inestimable, y no vacilé en decírselo. Quedó
por fin decidido que viviríamos juntos durante mi permanencia en la ciudad, y,
como mi situación financiera era algo menos comprometida que la suya, logré que
quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en un estilo que armonizaba con la melancolía
un tanto fantástica de nuestro carácter- una decrépita y grotesca mansión
abandonada a causa de supersticiones sobre las cuales no inquirimos, y que se
acercaba a su ruina en una parte aislada y solitaria del Faubourg
Saint-Germain.
Si nuestra manera de
vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento del mundo, éste nos hubiera
considerado como locos -aunque probablemente como locos inofensivos-. Nuestro
aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro
era un secreto celosamente guardado para mis antiguos amigos; en cuanto a
Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gentes o de ser conocido en
París. Sólo vivíamos para nosotros.
Una rareza
de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la noche por la
noche misma; a esta bizarrerie, como a todas las otras, me abandoné a mi
vez sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos con perfecto abandono.
La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado
imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos las pesadas persianas de
nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que, fuertemente perfumadas,
sólo lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas ocupábamos
nuestros espíritus en soñar, leyendo, escribiendo o conversando, hasta que el
reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces a la
calle tomados del brazo, continuando la conversación del día o vagando al azar
hasta muy tarde, mientras buscábamos entre las luces y las sombras de la
populosa ciudad esa infinidad de excitantes espirituales que puede proporcionar
la observación silenciosa.
En esas
oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar (aunque dada su profunda
idealidad cabía esperarlo) una peculiar aptitud analítica de Dupin. Parecía
complacerse especialmente en ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no vacilaba
en confesar el placer que le producía. Se jactaba, con una risita discreta, de
que frente a él la mayoría de los hombres tenían como una ventana por la cual
podía verse su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones con pruebas
tan directas como sorprendentes del íntimo conocimiento que de mí tenía. En
aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus ojos miraban como sin
ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor, subía a un
falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado y lo preciso
de sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchas veces pensar en
la antigua filosofía del alma doble, y me divertía con la idea de un
doble Dupin: el creador y el analista.
No se
suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algún misterio o
escribiendo una novela. Lo que he referido de mi amigo francés era tan sólo el
producto de una inteligencia excitada o quizá enferma. Pero el carácter de sus
observaciones en el curso de esos períodos se apreciará con más claridad
mediante un ejemplo.
Errábamos
una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palais Royal.
Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba
durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas
palabras:
-Sí, es un
hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
-No cabe
duda -repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto había estado en
mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis
pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentí profundamente
asombrado.
-Dupin -dije
gravemente-, esto va más allá de mi comprensión. Le confieso sin rodeos que
estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible
que haya sabido que yo estaba pensando en...?
Aquí me
detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba
yo pensando.
-En
Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndose que su
pequeña estatura le veda los papeles trágicos.
Tal era,
exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex remendón de la rue
Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes
en la tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que la gente se burlara
de él.
-En nombre
del cielo -exclamé-, dígame cuál es el método... si es que hay un método... que
le ha permitido leer en lo más profundo de mí.
En realidad,
me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto a reconocer.
-El frutero
-replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la conclusión de que el remendón de
suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus omne.
-¡El
frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero.
-El hombre
que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle... hará un cuarto de
hora.
Recordé
entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una gran cesta de
manzanas, había estado a punto de derribarme accidentalmente cuando pasábamos
de la rue C... a la que recorríamos ahora. Pero me era imposible comprender qué
tenía eso que ver con Chantilly.
-Se lo
explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la menor partícula de charlatanerie-
y, para que pueda comprender claramente, remontaremos primero el
curso de sus reflexiones desde el momento en que le hablé hasta el de su choque
con el frutero en cuestión. Los eslabones principales de la cadena son los
siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, el
pavimento, el frutero.
Pocas
personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido en
remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna
conclusión. Con frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel que la
emprende se queda asombrado por la distancia aparentemente ilimitada e inconexa
entre el punto de partida y el de llegada.
¡Cuál habrá
sido entonces mi asombro al oír las palabras que acababa de pronunciar Dupin y
reconocer que correspondían a la verdad!
-Si no me
equivoco -continuó él-, habíamos estado hablando de caballos justamente al
abandonar la rue C... Éste fue nuestro último tema de conversación. Cuando
cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una gran canasta en la cabeza
pasó rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted contra una pila de
adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación. Usted pisó una
de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo; mostró
enojo o malhumor, murmuró algunas palabras, se volvió para mirar la pila de
adoquines y siguió andando en silencio. Yo no estaba especialmente atento a sus
actos, pero en los últimos tiempos la observación se ha convertido para mí en
una necesidad.
»Mantuvo
usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire quisquilloso los
agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando
en las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que
con fines experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y
remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar que sus labios se movían, no
tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”, término que se ha aplicado
pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para usted sería
imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos y pasar de
ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace mucho este
tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera -por lo demás
desconocida- las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto
confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto,
que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y
estaba seguro de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto y me
sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento. Pero
en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el
escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del
remendón antes de calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual
hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a
usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió Urión; y dada cierta
acritud que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro de que usted no la
había olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinar las dos ideas de
Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por la sonrisa que pasó por sus
labios. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento
había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en toda su
estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly.
Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto,
el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en el Théâtre des
Variétés.
Poco tiempo
después de este episodio, leíamos una edición nocturna de la Gazette des Tribunaux
cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra atención:
«EXTRAÑOS
ASESINATOS.-Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch
fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del
cuarto piso de una casa situada en la rue Morgue, ocupada por madame L’Espanaye
y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el
acceso a la casa, después de perder algún tiempo, se forzó finalmente la puerta
con una ganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en compañía de dos gendarmes.
Por ese entonces los gritos habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el
primer tramo de la escalera se oyeron dos o más voces que discutían
violentamente y que parecían proceder de la parte superior de la casa. Al llegar
al segundo piso, las voces callaron a su vez, reinando una profunda calma. Los
vecinos se separaron y empezaron a recorrer las habitaciones una por una. Al
llegar a una gran cámara situada en la parte posterior del cuarto piso (cuya
puerta, cerrada por dentro con llave, debió ser forzada), se vieron en
presencia de un espectáculo que les produjo tanto horror como estupefacción.
»EL aposento
se hallaba en el mayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en
todas direcciones. El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del
piso. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea
aparecían dos o tres largos y espesos mechones de cabello humano igualmente
empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz.
Se encontraron en el piso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas
grandes de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que
contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en
un ángulo habían sido abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en
ellos numerosas prendas. Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo
de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la llave en la
cerradura. No contenía nada, aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente
sin importancia.
»No se veía
huella alguna de madame L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una
insólita cantidad de hollín al pie de la chimenea se procedió a registrarla,
encontrándose (¡cosa horrible de describir!) el cadáver de su hija, cabeza
abajo, el cual había sido metido a la fuerza en la estrecha abertura y
considerablemente empujado hacia arriba. El cuerpo estaba aún caliente. Al
examinarlo se advirtieron en él numerosas excoriaciones, producidas, sin duda, por
la violencia con que fuera introducido y por la que requirió arrancarlo de
allí. Veíanse profundos arañazos en el rostro, y en la garganta aparecían
contusiones negruzcas y profundas huellas de uñas, como si la víctima hubiera
sido estrangulada.
»Luego de
una cuidadosa búsqueda en cada porción de la casa, sin que apareciera nada
nuevo, los vecinos se introdujeron en un pequeño patio pavimentado de la parte
posterior del edificio y encontraron el cadáver de la anciana señora, la cual
había sido degollada tan salvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo, la
cabeza se desprendió del tronco. Horribles mutilaciones aparecían en la
cabeza y en el cuerpo, y este último apenas presentaba forma humana.
»Hasta el momento no se
ha encontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.»
La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales:
«La tragedia de la rue Morgue.-Diversas personas han sido interrogadas con relación a este terrible y extraordinario suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él. Damos a continuación las declaraciones obtenidas:
»Pauline
Dubourg, lavandera, manifiesta que
conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropa se ocupaba. La
anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban sumamente
cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada sobre su modo de vida y sus
medios de subsistencia. Creía que madame L. decía la buenaventura. Pasaba por
tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando iba a
buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían ningún criado o
criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en el cuarto piso.
»Pierre
Moreau, vendedor de tabaco, declara que desde hace cuatro
años vendía regularmente pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a madame
L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha residido siempre en ella. La extinta y su
hija ocupaban desde hacía más de seis años la casa donde se encontraron los
cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero, que alquilaba las
habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de propiedad de madame
L., quien se sintió disgustada por los abusos que cometía su inquilino y ocupó
personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna. La anciana señora
daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas cinco o seis veces
durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada y pasaban por
tener dinero. Había oído decir a los vecinos que madame L. decía la
buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la anciana y
su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico
que hizo ocho o diez visitas.
»Muchos
otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado de
nadie que frecuentara la casa. Se ignora si madame L. y su hija tenían
parientes vivos. Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas
delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre cerradas, salvo las de la
gran habitación en la parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en
excelente estado y no era muy antigua.
»Isidore
Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de
la mañana y que, al llegar a la casa, encontró a unas veinte o treinta personas
reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó finalmente la entrada (con una
bayoneta y no con una ganzúa). No le costó mucho abrirla, pues se trataba de
una puerta de dos batientes que no tenía pasadores ni arriba ni abajo. Los
alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta, cesando luego de golpe.
Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran los más agudos dolores;
eran gritos agudos y prolongados, no breves y precipitados. El testigo trepó el
primero las escaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces que discutían
con fuerza y agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y muy
extraña. Pudo entender algunas palabras provenientes de la primera voz, que
correspondía a un francés. Estaba seguro de que no se trataba de una voz de
mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y diable. La voz más
aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de un hombre o una
mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que hablaba en
español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue descrito por el
testigo en la misma forma que lo hicimos ayer.
»Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que
formaba parte del primer grupo que entró en la casa. Corrobora en general la
declaración de Muset. Tan pronto forzaron la puerta, volvieron a cerrarla para
mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo avanzado de la hora, se
estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensa que la voz más aguda pertenecía
a un italiano. Está seguro de que no se trataba de un francés. No puede
asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo ser la de una mujer. No está
familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir las palabras,
pero por la entonación está convencido de que quien hablaba era italiano.
Conocía a madame L. y a su hija. Había conversado frecuentemente con ellas.
Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía a ninguna de las difuntas.
»Odenheimer,
restaurateur. Este testigo se ofreció
voluntariamente a declarar. Como no habla francés, testimonió mediante un
intérprete. Es originario de Amsterdam. Pasaba frente a la casa cuando se
oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran prolongados
y agudos, tan horribles como penosos de oír. El testigo fue uno de los que
entraron en el edificio. Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus
detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la voz más aguda pertenecía a un
hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguir las palabras
pronunciadas. Eran fuertes y precipitadas, desiguales y pronunciadas
aparentemente con tanto miedo como cólera. La voz era áspera; no tanto aguda
como áspera. El testigo no la calificaría de aguda. La voz más gruesa dijo
varias veces: sacré, diable, y una vez Mon Dieu!
»Jules
Mignaud, banquero, de la firma
Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame
L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco durante
la primavera del año 18... (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de
pequeñas sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, en
que personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue pagada en
oro y un empleado la llevó a su domicilio.
»Adolphe
Lebon, empleado de Mignaud e hijos, declara que el día en
cuestión acompañó hasta su residencia a madame L’Espanaye, llevando los 4.000
francos en dos sacos. Una vez abierta la puerta, mademoiselle L. vino a tomar
uno de los sacos, mientras la anciana señora se encargaba del otro. Por su
parte, el testigo saludó y se retiró. No vio a persona alguna en la calle en
ese momento. Se trata de una calle poco importante, muy solitaria.
»William
Bird, sastre, declara que formaba parte del grupo que
entró en la casa. Es de nacionalidad inglesa. Lleva dos años de residencia en
París. Fue uno de los primeros en subir las escaleras. Oyó voces que
disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras,
pero ya no las recuerda todas. Oyó claramente: sacré y mon Dieu. En ese
momento se oía un ruido como si varias personas estuvieran luchando, era un
sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado. La voz aguda era muy fuerte,
mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no se trataba de la voz de un
inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz de mujer. El testigo no
comprende el alemán.
»Cuatro de los testigos nombrados más arriba fueron
nuevamente interrogados, declarando que la puerta del aposento donde se
encontró el cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada por dentro cuando llegaron
hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no se escuchaban quejidos ni rumores
de ninguna especie. No se vio a nadie en el momento de forzar la puerta. Las
ventanas, tanto de la habitación del frente como de la trasera, estaban
cerradas y firmemente aseguradas por dentro. Entre ambas habitaciones había una
puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La puerta que comunicaba la
habitación del frente con el corredor había sido cerrada con llave por dentro.
Un cuarto pequeño situado en el frente del cuarto piso, al comienzo del
corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. La habitación estaba llena
de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se procedió a revisarlos uno
por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de la casa. Se enviaron
deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa tiene cuatro pisos,
con mansardes. Una trampa que da al techo estaba firmemente asegurada
con clavos y no parece haber sido abierta durante años. Los testigos no están
de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre el momento en que escucharon las
voces que disputaban y la apertura de la puerta de la habitación. Algunos
sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculan cinco. Costó mucho
violentar la puerta.
»Alfonso
Garcio, empresario de pompas fúnebres, habita en la rue
Morgue. Es de nacionalidad española. Formaba parte del grupo que entró en la
casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios delicados y teme las
consecuencias de toda agitación. Oyó las voces que disputaban. La más ruda pertenecía
a un francés. No pudo comprender lo que decía. La voz aguda era la de un
inglés; está seguro de esto. No comprende el inglés, pero juzga basándose en la
entonación.
»Alberto
Montani, confitero, declara que fue de los primeros en subir las escaleras.
Oyó las voces en cuestión. la voz ruda era la de un francés. Pudo distinguir
varias palabras. El que hablaba parecía reprochar alguna cosa. No pudo
comprender las palabras dichas por la voz más aguda, que hablaba rápida y
desigualmente. Piensa que se trata de un ruso. Corrobora los testimonios
restantes. Es de nacionalidad italiana. Nunca habló con un nativo de Rusia.
»Nuevamente interrogados, varios testigos
certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones eran demasiado
angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron “deshollinadores”
-cepillos cilíndricos como los que usan los que limpian chimeneas- por todos
los tubos existentes en la casa. No existe ningún pasaje en los fondos por el
cual alguien hubiera podido descender mientras el grupo subía las escaleras. El
cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente encajado en la
chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco personas unieron
sus esfuerzos.
»Paul Dumas,
médico, declara que fue llamado al amanecer para
examinar los cadáveres de las víctimas. Los mismos habían sido colocados sobre
el colchón del lecho correspondiente a la habitación donde se encontró a
mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecía lleno de contusiones y
excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en la chimenea bastaba para
explicar tales marcas. La garganta estaba enormemente excoriada. Varios
profundos arañazos aparecían debajo del mentón, conjuntamente con una serie de
manchas lívidas resultantes, con toda evidencia, de la presión de unos dedos.
El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían de las órbitas. La
lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago se descubrió una
gran contusión, producida, aparentemente, por la presión de una rodilla. Según opinión
del doctor Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sido estrangulada por una o
varias personas.
»El cuerpo
de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el
brazo derechos se hallaban fracturados en mayor o menor grado. La tibia
izquierda había quedado reducida a astillas, así como todas las costillas del
lado izquierdo. El cuerpo aparecía cubierto de contusiones y estaba
descolorido. Resultaba imposible precisar el arma con que se habían inferido
tales heridas. Un pesado garrote de mano, o una ancha barra de hierro, quizá
una silla, cualquier arma grande, pesada y contundente, en manos de un hombre
sumamente robusto, podía haber producido esos resultados. Imposible que una
mujer pudiera infligir tales heridas con cualquier arma que fuese. La cabeza de
la difunta aparecía separada del cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente
contusa. Era evidente que la garganta había sido seccionada con un instrumento
muy afilado, probablemente una navaja.
»Alexandre
Etienne, cirujano, fue llamado al
mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar los cuerpos. Confirmó el
testimonio y las opiniones de este último.
»No se ha
obtenido ningún otro dato de importancia, a pesar de haberse interrogado a
varias otras personas. Jamás se ha cometido en París un asesinato tan
misterioso y tan enigmático en sus detalles... si es que en realidad se trata
de un asesinato. La policía está perpleja, lo cual no es frecuente en asuntos
de esta naturaleza. Pero resulta imposible hallar la más pequeña clave del
misterio.»
La edición vespertina del diario declaraba que en el quartier Saint-Roch reinaba una intensa excitación, que se había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar del hecho, mientras se interrogaba a nuevos testigos, pero que no se sabía nada nuevo. Un párrafo final agregaba, sin embargo, que un tal Adolphe Lebon acababa de ser arrestado y encarcelado, aunque nada parecía acusarlo, a juzgar por los hechos detallados.
Dupin se
mostraba singularmente interesado en el desarrollo del asunto; o por lo menos
así me pareció por sus maneras, pues no hizo el menor comentario. Tan sólo
después de haberse anunciado el arresto de Lebon me pidió mi parecer acerca de
los asesinatos.
No pude sino
sumarme al de todo París y declarar que los consideraba un misterio insoluble.
No veía modo alguno de seguir el rastro al asesino.
-No debemos
pensar en los modos posibles que surgen de una investigación tan rudimentaria
-dijo Dupin-. La policía parisiense, tan alabada por su penetración, es muy
astuta pero nada más. No procede con método, salvo el del momento. Toma muchas
disposiciones ostentosas, pero con frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas
a su objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain, que pedía sa robe de
chambre... pour mieux entendre la musique. Los resultados obtenidos son con
frecuencia sorprendentes, pero en su mayoría se logran por simple diligencia y
actividad. Cuando éstas son insuficientes, todos sus planes fracasan. Vidocq,
por ejemplo, era hombre de excelentes conjeturas y perseverante. Pero como su
pensamiento carecía de suficiente educación, erraba continuamente por el
excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión por mirar el objeto
desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular
acuidad, pero procediendo así perdía el conjunto de la cuestión. En el fondo se
trataba de un exceso de profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un
pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiere al conocimiento más
importante, es invariablemente superficial. La profundidad corresponde a los
valles, donde la buscamos, y no a las cimas montañosas, donde se la encuentra.
Las formas y fuentes de este tipo de error se ejemplifican muy bien en la
contemplación de los cuerpos celestes. Si se observa una estrella de una
ojeada, oblicuamente, volviendo hacia ella la porción exterior de la retina
(mucho más sensible a las impresiones luminosas débiles que la parte interior),
se verá la estrella con claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual
se empaña apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que en este último
caso llegan a nuestros ojos mayor cantidad de rayos, pero la porción exterior
posee una capacidad de recepción mucho más refinada. Por causa de una indebida
profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y Venus misma puede
llegar a borrarse del firmamento si la escrutamos de manera demasiado
sostenida, demasiado concentrada o directa.
»En cuanto a
esos asesinatos, procedamos personalmente a un examen antes de formarnos una
opinión. La encuesta nos servirá de entretenimiento (me pareció que el término
era extraño, aplicado al caso, pero no dije nada). Además, Lebon me prestó
cierta vez un servicio por el cual le estoy agradecido. Iremos a estudiar el
terreno con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de policía, y no
habrá dificultad en obtener el permiso necesario.
La
autorización fue acordada, y nos encaminamos inmediatamente a la rue Morgue. Se
trata de uno de esos míseros pasajes que corren entre la rue Richelieu y la rue
Saint-Roch. Atardecía cuando llegamos, pues el barrio estaba considerablemente
distanciado del de nuestra residencia. Encontramos fácilmente la casa, ya que
aún había varias personas mirando las persianas cerradas desde la acera
opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de entrada y una
casilla de cristales con ventana corrediza, correspondiente a la loge du
concierge. Antes de entrar recorrimos la calle, doblamos por un pasaje y,
volviendo a doblar, pasamos por la parte trasera del edificio, mientras Dupin
examinaba la entera vecindad, así como la casa, con una atención minuciosa cuyo
objeto me resultaba imposible de adivinar.
Volviendo
sobre nuestros pasos retornamos a la parte delantera y, luego de llamar y
mostrar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia.
Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde se había encontrado
el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían ambas víctimas. Como es
natural, el desorden del aposento había sido respetado. No vi nada que no
estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo inspeccionaba
todo, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego a las otras
habitaciones y al patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes. El examen
nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de noche cuando salimos. En el
camino de vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de uno de
los diarios parisienses.
He dicho ya
que sus caprichos eran muchos y variados, y que je les ménageais (pues
no hay traducción posible de la frase). En esta oportunidad Dupin rehusó toda
conversación vinculada con los asesinatos, hasta el día siguiente a mediodía.
Entonces, súbitamente, me preguntó si había observado alguna cosa peculiar en
el escenario de aquellas atrocidades.
Algo había
en su manera de acentuar la palabra, que me hizo estremecer sin que pudiera
decir por qué.
-No, nada
peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no hayamos encontrado ya referido en el
diario.
-Me temo
-repuso Dupin- que la Gazette no haya penetrado en el insólito horror de
este asunto. Pero dejemos de lado las vanas opiniones de ese diario. Tengo la
impresión de que se considera insoluble este misterio por las mismísimas
razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable; me refiero
a lo excesivo, a lo outré de sus características. La policía se muestra
confundida por la aparente falta de móvil, y no por el asesinato en sí, sino
por su atrocidad. Está asimismo perpleja por la aparente imposibilidad de
conciliar las voces que se oyeron disputando, con el hecho de que en lo alto
sólo se encontró a la difunta mademoiselle L’Espanaye, aparte de que era
imposible escapar de la casa sin que el grupo que ascendía la escalera lo
notara. El salvaje desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza abajo, en
la chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana, son elementos
que, junto con los ya mencionados y otros que no necesito mencionar, han
bastado para paralizar la acción de los investigadores policiales y confundir
por completo su tan alabada perspicacia. Han caído en el grueso pero común
error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero, justamente a través de
esas desviaciones del plano ordinario de las cosas, la razón se abrirá paso, si
ello es posible, en la búsqueda de la verdad. En investigaciones como la que
ahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha ocurrido», como «qué hay
en lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente». En una
palabra, la facilidad con la cual llegaré o he llegado a la solución de este
misterio se halla en razón directa de su aparente insolubilidad a ojos de la
policía.
Me quedé
mirando a mi amigo con silenciosa estupefacción.
-Estoy
esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la puerta de nuestra habitación-
a alguien que, si bien no es el perpetrador de esas carnicerías, debe de
haberse visto envuelto de alguna manera en su ejecución. Es probable que sea
inocente de la parte más horrible de los crímenes. Confío en que mi suposición
sea acertada, pues en ella se apoya toda mi esperanza de descifrar
completamente el enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquier
momento... y en esta habitación. Cierto que puede no venir, pero lo más
probable es que llegue. Si así fuera, habrá que retenerlo. He ahí unas
pistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión se
presenta.
Tomé las
pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin poder creer lo que estaba oyendo,
mientras Dupin, como si monologara, continuaba sus reflexiones. Ya he
mencionado su actitud abstraída en esos momentos. Sus palabras se dirigían a
mí, pero su voz, aunque no era forzada, tenía esa entonación que se emplea
habitualmente para dirigirse a alguien que se halla muy lejos. Sus ojos,
privados de expresión, sólo miraban la pared.
-Las voces
que disputaban y fueron oídas por el grupo que trepaba la escalera
-dijo- no eran las de las dos mujeres, como
ha sido bien probado por los testigos. Con esto queda eliminada toda
posibilidad de que la anciana señora haya matado a su hija, suicidándose
posteriormente. Menciono esto por razones metódicas, ya que la fuerza de madame
de L’Espanaye hubiera sido por completo insuficiente para introducir el cuerpo
de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado, amén de que la naturaleza
de las heridas observadas en su cadáver excluye toda idea de suicidio. El
asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstos pertenecían las voces que
se escucharon mientras disputaban. Permítame ahora llamarle la atención, no
sobre las declaraciones referentes a dichas voces, sino a algo peculiar en
esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted?
Hice notar
que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz más ruda debía ser la
de un francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o -como la
calificó uno de ellos- la voz áspera.
-Tal es el
testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted no ha observado
nada característico. Y, sin embargo, había algo que observar. Como bien
ha dicho, los testigos coinciden sobre la voz ruda. Pero, con respecto a la voz
aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en desacuerdo, sino en que un
italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado de
describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada
uno de ellos está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada
uno la vincula, no a la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo
idioma conoce, sino a la inversa. El francés supone que es la voz de un español,
y agrega que “podría haber distinguido algunas palabras sí hubiera
sabido español”. El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos
enteramos de que como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. El
inglés piensa que se trata de la voz de un alemán, pero el testigo no
comprende el alemán. El español “está seguro” de que se trata de un inglés,
pero “juzga basándose en la entonación”, ya que no comprende el inglés. El
italiano cree que es la voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de
Rusia. Un segundo testigo francés difiere del primero y está seguro de que
se trata de la voz de un italiano. No está familiarizado con la lengua
italiana, pero al igual que el español, “está convencido por la
entonación”. Ahora bien: ¡cuan extrañamente insólita tiene que haber sido esa
voz para que pudieran reunirse semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos
los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieran
reconocer nada familiar! Me dirá usted que podía tratarse de la voz de un
asiático o un africano. Ni unos ni otros abundan en París, pero, sin negar esa
posibilidad, me limitaré a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo
califica la voz de “áspera, más que aguda”. Otros dos señalan que era
«precipitada y desigual». Ninguno de los testigos se refirió a palabras
reconocibles, a sonidos que parecieran palabras.
»No sé
-continuó Dupin- la impresión que pudo haber causado hasta ahora en su
entendimiento, pero no vacilo en decir que cabe extraer deducciones legítimas
de esta parte del testimonio -la que se refiere a las voces ruda y aguda-,
suficientes para crear una sospecha que debe de orientar todos los pasos
futuros de la investigación del misterio. Digo «deducciones legítimas», sin
expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que las deducciones
son las únicas que corresponden, y que la sospecha surge inevitablemente
como resultado de las mismas. No le diré todavía cuál es esta sospecha.
Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para dar forma
definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar del hecho.
«Transportémonos
ahora con la fantasía a esa habitación. ¿Qué buscaremos en primer lugar? Los
medios de evasión empleados por los asesinos. Supongo que bien puedo decir que
ninguno de los dos cree en acontecimientos sobrenaturales. Madame y
mademoiselle L’Espanaye no fueron asesinadas por espíritus. Los autores del
hecho eran de carne y hueso, y escaparon por medios materiales. ¿Cómo, pues?
Afortunadamente, sólo hay una manera de razonar sobre este punto, y esa manera debe
conducirnos a una conclusión definida. Examinemos uno por uno los posibles
medios de escape. Resulta evidente que los asesinos se hallaban en el cuarto
donde se encontró a mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en la pieza
contigua, en momentos en que el grupo subía las escaleras. Vale decir que
debemos buscar las salidas en esos dos aposentos. La policía ha levantado los
pisos, los techos y la mampostería de las paredes en todas direcciones. Ninguna
salida secreta pudo escapar a sus observaciones. Pero como no me fío de sus
ojos, miré el lugar con los míos. Efectivamente, no había salidas secretas.
Las dos puertas que comunican las habitaciones con el corredor estaban bien
cerradas, con las llaves por dentro. Veamos ahora las chimeneas. Aunque de
diámetro ordinario en los primeros ocho o diez pies por encima de los hogares,
los tubos no permitirían más arriba el paso del cuerpo de un gato grande.
Quedando así establecida la total imposibilidad de escape por las vías
mencionadas nos vemos reducidos a las ventanas. Nadie podría haber huido por la
del cuarto delantero, ya que la muchedumbre reunida lo hubiese visto. Los
asesinos tienen que haber pasado, pues, por las de la pieza trasera.
Llevados a esta conclusión de manera tan inequívoca, no nos corresponde, en
nuestra calidad de razonadores, rechazarla por su aparente imposibilidad. Lo
único que cabe hacer es probar que esas aparentes “imposibilidades” no son tales
en realidad.
»Hay dos
ventanas en el aposento. Contra una de ellas no hay ningún mueble que la
obstruya, y es claramente visible. La porción inferior de la otra queda oculta
por la cabecera del pesado lecho, que ha sido arrimado a ella. La primera
ventana apareció firmemente asegurada desde dentro. Resistió los más violentos
esfuerzos de quienes trataron de levantarla. En el marco, a la izquierda, había
una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo clavo hundido casi
hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se vio que había un clavo colocado
en forma similar; todos los esfuerzos por levantarla fueron igualmente
inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente segura de que la huida no se
había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró superfluo extraer
los clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen
fue algo más detallado, y eso por la razón que acabo de darle: allí era el caso
de probar que todas las aparentes imposibilidades no eran tales en realidad.
«Seguí
razonando en la siguiente forma... a posteriori. Los asesinos escaparon desde
una de esas ventanas. Por tanto, no pudieron asegurar nuevamente los marcos
desde el interior, tal como fueron encontrados (consideración que, dado lo
obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de la policía en ese terreno).
Los marcos estaban asegurados. Es necesario, pues, que tengan una manera
de asegurarse por sí mismos. La conclusión no admitía escapatoria. Me acerqué a
la ventana que tenía libre acceso, extraje con alguna dificultad el clavo y
traté de levantar el marco. Tal como lo había anticipado, resistió a todos mis
esfuerzos. Comprendí entonces que debía de haber algún resorte oculto, y la
corroboración de esta idea me convenció de que por lo menos mis premisas eran
correctas, aunque el detalle referente a los clavos continuara siendo
misterioso. Un examen detallado no tardó en revelarme el resorte secreto. Lo
oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve de levantar el marco.
»Volví a
poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente. Una persona que escapa por
la ventana podía haberla cerrado nuevamente, y el resorte habría asegurado el
marco. Pero, ¿cómo reponer el clavo? La conclusión era evidente y estrechaba
una vez más el campo de mis investigaciones. Los asesinos tenían que
haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes fueran
idénticos en las dos ventanas, como parecía probable, necesariamente tenía
que haber una diferencia entre los clavos, o por lo menos en su manera de estar
colocados. Trepando al armazón de la cama, miré minuciosamente el marco de
sostén de la segunda ventana. Pasé la mano por la parte posterior, descubriendo
en seguida el resorte que, tal como había supuesto, era idéntico a su vecino.
Miré luego el clavo. Era tan sólido como el otro y aparentemente estaba fijo de
la misma manera y hundido casi hasta la cabeza.
»Pensará
usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha comprendido la naturaleza
de mis inducciones. Para usar una frase deportiva, hasta entonces no había
cometido falta. No había perdido la pista un solo instante. Los eslabones de la
cadena no tenían ninguna falla. Había perseguido el secreto hasta su última
conclusión: y esa conclusión era el clavo. Ya he dicho que tenía todas
las apariencias de su vecino de la otra ventana; pero el hecho, por más
concluyente que pareciera, resultaba de una absoluta nulidad comparado con la
consideración de que allí, en ese punto, se acababa el hilo conductor. “Tiene
que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé. Al tocarlo, su cabeza quedó entre
mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de la espiga. El resto de la
espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había roto. La fractura era muy
antigua, pues los bordes aparecían herrumbrados, y parecía haber sido hecho de
un martillazo, que había hundido parcialmente la cabeza del clavo en el marco
inferior de la ventana. Volví a colocar cuidadosamente la parte de la cabeza en
el lugar de donde la había sacado, y vi que el clavo daba la exacta impresión
de estar entero; la fisura resultaba invisible. Apretando el resorte, levanté
ligeramente el marco; la cabeza del clavo subió con él, sin moverse de su
lecho. Cerré la ventana, y el clavo dio otra vez la impresión de estar dentro.
»Hasta
ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino había huido por la ventana que
daba a la cabecera del lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex profeso) la
ventana había quedado asegurada por su resorte. Y la resistencia ofrecida por
éste había inducido a la policía a suponer que se trataba del clavo, dejando así
de lado toda investigación suplementaria.
»La segunda
cuestión consiste en el modo del descenso. Mi paseo con usted por la parte
trasera de la casa me satisfizo al respecto. A unos cinco pies y medio de la
ventana en cuestión corre una varilla de pararrayos. Desde esa varilla hubiera
resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho menos introducirse por ella.
Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso pertenecen a esa
curiosa especie que los carpinteros parisienses denominan ferrades; es un
tipo rara vez empleado en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en casas
muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las fabrica como una puerta ordinaria (de una
sola hoja, y no de doble batiente), con la diferencia de que la parte inferior
tiene celosías o tablillas que ofrecen excelente asidero para las manos. En
este caso las persianas alcanzan un ancho de tres pies y medio. Cuando las
vimos desde la parte posterior de la casa, ambas estaban entornadas, es decir,
en ángulo recto con relación a la pared. Es probable que también los policías
hayan examinado los fondos del edificio; pero, si así lo hicieron, miraron las
ferrades en el ángulo indicado, sin darse cuenta de su gran anchura; por lo
menos no la tomaron en cuenta. Sin duda, seguros de que por esa parte era
imposible toda fuga, se limitaron a un examen muy sumario. Para mí, sin
embargo, era claro que si se abría del todo la persiana correspondiente a la
ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría a unos dos pies de la varilla
del pararrayos. También era evidente que, desplegando tanta agilidad como
coraje, se podía llegar hasta la ventana trepando por la varilla. Estirándose
hasta una distancia de dos pies y medio (ya que suponemos la persiana
enteramente abierta), un ladrón habría podido sujetarse firmemente de las
tablillas de la celosía. Abandonando entonces su sostén en la varilla,
afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamente hacia adelante habría
podido hacer girar la persiana hasta que se cerrara; si suponemos que la
ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrar así en la
habitación.
»Le pido que
tenga especialmente en cuenta que me refiero a un insólito grado de vigor,
capaz de llevar a cabo una hazaña tan azarosa y difícil. Mi intención consiste
en demostrarle, primeramente, que el hecho pudo ser llevado a cabo; pero, en
segundo lugar, y muy especialmente, insisto en llamar su atención sobre
el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigor capaz de
cosa semejante.
»Usando
términos judiciales, usted me dirá sin duda que para «redondear mi caso»
debería subestimar y no poner de tal modo en evidencia la agilidad que se
requiere para dicha proeza. Pero la práctica de los tribunales no es la de la
razón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi propósito inmediato
consiste en inducirlo a que yuxtaponga la insólita agilidad que he
mencionado a esa voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre
cuya nacionalidad no pudieron ponerse de acuerdo los testigos y en cuyos
acentos no se logró distinguir ningún vocablo articulado.
Al oír estas
palabras pasó por mi mente una vaga e informe concepción de lo que quería
significar Dupin. Me pareció estar a punto de entender, pero sin llegar a la
comprensión, así como a veces nos hallamos a punto de recordar algo que
finalmente no se concreta. Pero mi amigo seguía hablando.
-Habrá
notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de la salida de la casa a la
del modo de entrar en ella. Era mi intención mostrar que ambas cosas se
cumplieron en la misma forma y en el mismo lugar. Volvamos ahora al interior
del cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha dicho que los cajones de la
cómoda habían sido saqueados, aunque quedaron en ellos numerosas prendas. Esta
conclusión es absurda. No pasa de una simple conjetura, bastante tonta por lo
demás. ¿Cómo podemos asegurar que las ropas halladas en los cajones no eran las
que éstos contenían habitualmente? Madame L’Espanaye y su hija llevaban una
vida muy retirada, no veían a nadie, salían raras veces, y pocas ocasiones se
les presentaban de cambiar de tocado. Lo que se encontró en los cajones era de
tan buena calidad como cualquiera de los efectos que poseían las damas. Si un
ladrón se llevó una parte, ¿por qué no tomó lo mejor... por qué no se llevó
todo? En una palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro, para
cargarse con un hato de ropa? El oro fue abandonado. La suma mencionada
por monsieur Mignaud, el banquero, apareció en su casi totalidad en los sacos
tirados por el suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos la
desatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los policías por
esa parte del testimonio que se refiere al dinero entregado en la puerta de la
casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (la entrega del dinero y
el asesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a cada hora de
nuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas. En general, las coincidencias
son grandes obstáculos en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran de
la teoría de las probabilidades, esa teoría a la cual los objetivos más
eminentes de la investigación humana deben los más altos ejemplos. En esta
instancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de que la suma hubiese sido
entregada tres días antes habría constituido algo más que una coincidencia.
Antes bien, hubiera corroborado la noción de un móvil. Pero, dadas las
verdaderas circunstancias del caso, si hemos de suponer que el oro era el móvil
del crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador era lo bastante
indeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el móvil al mismo
tiempo.
»Teniendo,
pues, presentes los puntos sobre los cuales he llamado su atención -la voz
singular, la insólita agilidad y la sorprendente falta de móvil en un asesinato
tan atroz como éste-, echemos una ojeada a la carnicería en sí. Estamos ante
una mujer estrangulada por la presión de unas manos e introducida en el cañón
de la chimenea con la cabeza hacia abajo. Los asesinos ordinarios no emplean
semejantes métodos. Y mucho menos esconden al asesinado en esa forma. En el
hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivamente
inmoderado, algo por completo inconciliable con nuestras nociones sobre los
actos humanos, incluso si suponemos que su autor es el más depravado de los
hombres. Piense, asimismo, en la fuerza prodigiosa que hizo falta para
introducir el cuerpo hacia arriba, cuando para hacerlo descender fue
necesario el concurso de varias personas.
»Volvámonos
ahora a las restantes señales que pudo dejar ese maravilloso vigor. En el hogar
de la chimenea se hallaron espesos (muy espesos) mechones de cabello humano
canoso. Habían sido arrancados de raíz. Bien sabe usted la fuerza que se
requiere para arrancar en esa forma veinte o treinta cabellos. Y además vio los
mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces (cosa horrible) mostraban
pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente de la prodigiosa fuerza ejercida
para arrancar quizá medio millón de cabellos de un tirón. La garganta de la
anciana señora no solamente estaba cortada, sino que la cabeza había quedado
completamente separada del cuerpo; el instrumento era una simple navaja. Lo
invito a considerar la brutal ferocidad de estas acciones. No diré nada
de las contusiones que presentaba el cuerpo de Madame L’Espanaye. Monsieur
Dumas y su valioso ayudante, monsieur Etienne, han decidido que fueron
producidas por un instrumento contundente, y hasta ahí la opinión de dichos
caballeros es muy correcta. El instrumento contundente fue evidentemente el pavimento
de piedra del patio, sobre el cual cayó la víctima desde la ventana que da
sobre la cama. Por simple que sea, esto escapó a la policía por la misma razón
que se les escapó el ancho de las persianas: frente a la presencia de clavos se
quedaron ciegos ante la posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas
alguna vez.
»Si ahora,
en adición a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente sobre el extraño
desorden del aposento, hemos llegado al punto de poder combinar las nociones de
una asombrosa agilidad, una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una
carnicería sin motivo, una grotesquerie en el horror por completo ajeno
a lo humano, y una voz de tono extranjero para los oídos de hombres de
distintas nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible. ¿Qué resultado
obtenemos? ¿Qué impresión he producido en su imaginación?
Al escuchar
las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría mi cuerpo.
-Un maníaco
es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso escapado de alguna maison de
santé de la vecindad.
-En cierto
sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable. Pero, aun en sus más salvajes
paroxismos, las voces de los locos jamás coinciden con esa extraña voz
escuchada en lo alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, por más
incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la coherencia del
silabeo. Además, el cabello de un loco no es como el que ahora tengo en la
mano. Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos rígidamente apretados de
madame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa de ellos?
-¡Dupin...
este cabello es absolutamente extraordinario...! ¡No es cabello humano!
-grité, trastornado por completo.
-No he dicho
que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes de que resolvamos este punto, le
ruego que mire el bosquejo que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo
que en una parte de las declaraciones de los testigos se describió como
«contusiones negruzcas, y profundas huellas de uñas» en la garganta de
mademoiselle L’Espanaye, y en otra (declaración de los señores Dumas y Etienne)
como «una serie de manchas lívidas que, evidentemente, resultaban de la presión
de unos dedos».
«Notará
usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel- que este diseño indica
una presión firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento. Cada
dedo mantuvo (probablemente hasta la muerte de la víctima) su terrible presión
en el sitio donde se hundió primero. Le ruego ahora que trate de colocar todos
sus dedos a la vez en las respectivas impresiones, tal como aparecen en el dibujo.
Lo intenté
sin el menor resultado.
-Quizá no
estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-. El papel es una superficie plana,
mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de madera,
cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta. Envuélvala con el
dibujo y repita el experimento.
Así lo hice,
pero las dificultades eran aún mayores.
-Esta marca
-dije- no es la de una mano humana.
-Lea ahora
-replicó Dupin- este pasaje de Cuvier.
Era una
minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangután leonado de las
islas de la India oriental. La gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y
agilidad, la terrible ferocidad y las tendencias imitativas de estos mamíferos
son bien conocidas. Instantáneamente comprendí todo el horror del asesinato.
-La
descripción de los dedos -dije al terminar la lectura-concuerda exactamente con
este dibujo. Sólo un orangután, entre todos los animales existentes, es capaz
de producir las marcas que aparecen en su diseño. Y el mechón de pelo coincide
en un todo con el pelaje de la bestia descrita por Cuvier. De todas maneras, no
alcanzo a comprender los detalles de este aterrador misterio. Además, se
escucharon dos voces que disputaban y una de ellas era, sin duda, la de
un francés.
-Cierto, Y
recordará usted que, casi unánimemente, los testigos declararon haber oído
decir a esa voz las palabras: Mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de
los testigos (Montani, el confitero) acertó al sostener que la exclamación
tenía un tono de reproche o reconvención. Sobre esas dos palabras, pues, he
apoyado todas mis esperanzas de una solución total del enigma. Un francés
estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy probable- que fuera
inocente de toda participación en el sangriento episodio. El orangután pudo
habérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la habitación; pero, dadas
las terribles circunstancias que se sucedieron, le fue imposible capturarlo
otra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré con estas conjeturas
(pues no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las sombras de reflexión
que les sirven de base poseen apenas suficiente profundidad para ser alcanzadas
por mi intelecto, y no pretenderé mostrarlas con claridad a la inteligencia de
otra persona. Las llamaremos conjeturas, pues, y nos referiremos a ellas como
tales. Si el francés en cuestión es, como lo supongo, inocente de tal
atrocidad, este aviso que deje anoche cuando volvíamos a casa en las oficinas
de Le Monde (un diario consagrado a cuestiones marítimas y muy leído por
los navegantes) lo hará acudir a nuestra casa.
Me alcanzó
un papel, donde leí:
Capturado.-En el Bois de Boulogne, en la mañana del... (la mañana del asesinato), se ha capturado un gran orangután leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe que es un marinero perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previa identificación satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su captura y cuidado. Presentarse al número... calle... Faubourg Saint-Germain... tercer piso.
-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es un marinero y que pertenece a un barco maltes?
-No lo sé
-dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he aquí un trocito de cinta que, a
juzgar por su forma y su grasienta condición, debió de ser usado para atar el
pelo en una de esas largas queues de que tan orgullosos se muestran los
marineros. Además, el nudo pertenece a esa clase que pocas personas son capaces
de hacer, salvo los marinos, y es característico de los malteses. Encontré esta
cinta al pie de la varilla del pararrayos. Imposible que perteneciera a una de
las víctimas. De todos modos, si me equivoco al deducir de la cinta que el
francés era un marinero perteneciente a un barco maltes, no he causado ningún
daño al estamparlo en el aviso. Si me equivoco, el hombre pensará que me he
confundido por alguna razón que no se tomará el trabajo de averiguar. Pero si
estoy en lo cierto, hay mucho de ganado. Conocedor, aunque inocente de los asesinatos,
el francés vacilará, como es natural, antes de responder al aviso y reclamar el
orangután. He aquí cómo razonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy
valioso y para un hombre como yo representa una verdadera fortuna. ¿Por qué
perderlo a causa de una tonta aprensión? Está ahí, a mi alcance. Lo han
encontrado en el Bois de Boulogne, a mucha distancia de la escena del crimen.
¿Cómo podría sospechar alguien que ese animal es el culpable? La policía está
desorientada y no ha podido encontrar la más pequeña huella. Si llegaran a
seguir la pista del mono, les será imposible probar que supe algo de los
crímenes o echarme alguna culpa como testigo de ellos. Además, soy conocido.
El redactor del aviso me designa como dueño del animal. Ignoro hasta dónde
llega su conocimiento. Si renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe
de mi pertenencia, las sospechas recaerán, por lo menos, sobre el animal.
Contestaré al aviso, recobraré el orangután y lo tendré encerrado hasta que no
se hable más del asunto.»
En ese
momento oímos pasos en la escalera.
-Prepare las
pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las exhiba hasta que le haga una
seña.
La puerta de
entrada de la casa había quedado abierta y el visitante había entrado sin
llamar, subiendo algunos peldaños de la escalera. Pero, de pronto, pareció
vacilar y lo oímos bajar. Dupin corría ya a la puerta cuando advertimos que
volvía a subir. Esta vez no vaciló, sino que, luego de trepar decididamente la
escalera, golpeó en nuestra puerta.
-¡Adelante!
-dijo Dupin con voz cordial y alegre.
El hombre
que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto y musculoso, con un
semblante en el que cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su
rostro, muy atezado, aparecía en gran parte oculto por las patillas y los
bigotes. Traía consigo un grueso bastón de roble, pero al parecer ésa era su
única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las buenas noches en francés; a
pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era de origen
parisiense.
-Siéntese
usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que viene en busca del orangután.
Palabra, se lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumo debe de
tener gran valor. ¿Qué edad le calcula usted?
El marinero
respiró profundamente, con el aire de quien se siente aliviado de un peso
intolerable, y contestó con tono reposado:
-No podría
decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí?
-¡Oh, no!
Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la rue Dubourg, cerca
de aquí. Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en
condiciones de probar su derecho de propiedad.
-Por
supuesto que sí, señor.
-Lamentaré
separarme de él -dijo Dupin.
-No quisiera
que usted se hubiese molestado por nada -declaró el marinero-. Estoy dispuesto
a pagar una recompensa por el hallazgo del animal. Una suma razonable, se
entiende.
-Pues bien
-repuso mi amigo-, eso me parece muy justo. Déjeme pensar: ¿qué le pediré? ¡Ah,
ya sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted todo lo que sabe sobre
esos crímenes en la rue Morgue.
Dupin
pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad.
Después, con igual calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardó la llave en el
bolsillo. Sacando luego una pistola, la puso sin la menor prisa sobre la mesa.
El rostro
del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se hubiera apoderado de
él. Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo después se dejó caer de
nuevo en el asiento, temblando violentamente y pálido como la muerte. No dijo
una palabra. Lo compadecí desde lo más profundo de mi corazón.
-Amigo mío,
se está usted alarmando sin necesidad -dijo cordialmente Dupin-. Le aseguro que
no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos de nosotros querer
perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de francés. Estoy perfectamente
enterado de que es usted inocente de las atrocidades de la rue Morgue. Pero
sería inútil negar que, en cierto modo, se halla implicado en ellas. Fundándose
en lo que le he dicho, supondrá que poseo medios de información sobre este
asunto, medios que le sería imposible imaginar. El caso se plantea de la
siguiente manera: usted no ha cometido nada que no debiera haber cometido, nada
que lo haga culpable. Ni siquiera se le puede acusar de robo, cosa que pudo
llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni razón para hacerlo. Por
otra parte, el honor más elemental lo obliga a confesar todo lo que sabe. Hay
un hombre inocente en la cárcel, acusado de un crimen cuyo perpetrador puede
usted denunciar.
Mientras
Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado en buena parte su
compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíase desvanecido por
completo.
-¡Dios venga
en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-. Sí, le diré todo lo que sé sobre
este asunto, aunque no espero que crea ni la mitad de lo que voy a contarle...
¡Estaría loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo, soy inocente,
y lo confesaré todo aunque me cueste la vida.
En
sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, había hecho un
viaje al archipiélago índico. Un grupo del que formaba parte desembarcó en
Borneo y penetró en el interior a fin de hacer una excursión placentera. Entre
él y un compañero capturaron al orangután. Como su compañero falleciera, quedó
dueño único del animal. Después de considerables dificultades, ocasionadas por
la indomable ferocidad de su cautivo durante el viaje de vuelta, logró
finalmente encerrarlo en su casa de París, donde, para aislarlo de la incómoda
curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamente recluido, mientras el
animal curaba de una herida en la pata que se había hecho con una astilla a
bordo del buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuesto a venderlo.
Una noche, o
más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga de marineros,
nuestro hombre se encontró con que el orangután había penetrado en su
dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua donde su captor había
creído tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en mano y embadurnado de jabón,
habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como, sin duda,
había visto hacer a su amo espiándolo por el ojo de la cerradura. Aterrado al
ver arma tan peligrosa en manos de un animal que, en su ferocidad, era harto
capaz de utilizarla, el marinero se quedó un instante sin saber qué hacer. Por
lo regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos más terribles, con
ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Pero al verlo, el
orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas,
saltando por una ventana que desgraciadamente estaba abierta, se dejó caer a la
calle.
Desesperado,
el francés se precipitó en su seguimiento. Navaja en mano, el mono se detenía
para mirar y hacer muecas a su perseguidor, dejándolo acercarse casi hasta su
lado. Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la caza durante largo
tiempo. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de
la madrugada. Al atravesar el pasaje de los fondos de la rue Morgue, la
atención del fugitivo se vio atraída por la luz que salía de la ventana abierta
del aposento de madame L’Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Precipitándose
hacia el edificio, descubrió la varilla del pararrayos, trepó por ella con
inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallaba completamente abierta
y pegada a la pared, y en esta forma se lanzó hacia adelante hasta caer sobre
la cabecera de la cama. Todo esto había ocurrido en menos de un minuto. Al
saltar en la habitación, las patas del orangután rechazaron nuevamente la
persiana, la cual quedó abierta.
El marinero,
a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado al mismo tiempo. Renacían sus
esperanzas de volver a capturar a la bestia, ya que le sería difícil escapar de
la trampa en que acababa de meterse, salvo que bajara otra vez por el
pararrayos, ocasión en que sería posible atraparlo. Por otra parte, se sentía
ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo en la casa. Esta última
reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un marinero no hay
dificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a
la altura de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguir
adelante; lo más que alcanzó fue a echarse a un lado para observar el interior
del aposento. Apenas hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror que
lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los espantosos alaridos que
arrancaron de su sueño a los vecinos de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y su
hija, vestidas con sus camisones de dormir, habían estado aparentemente
ocupadas en arreglar algunos papeles en la caja fuerte ya mencionada, la cual
había sido corrida al centro del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado, en el
suelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de haber estado sentadas
dando la espalda a la ventana, y, a juzgar por el tiempo transcurrido entre la
entrada de la bestia y los gritos, parecía probable que en un primer momento no
hubieran advertido su presencia. El golpear de la persiana pudo ser atribuido
por ellas al viento.
En el
momento en que el marinero miró hacia el interior del cuarto, el gigantesco
animal había aferrado a madame L’Espanaye por el cabello (que la dama tenía
suelto, como si se hubiera estado peinando) y agitaba la navaja cerca de su
cara imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postrada e inmóvil,
víctima de un desmayo. Los gritos y los esfuerzos de la anciana señora, durante
los cuales le fueron arrancados los mechones de la cabeza, tuvieron por efecto
convertir los propósitos probablemente pacíficos del orangután en otros llenos
de furor. Con un solo golpe de su musculoso brazo separó casi completamente la
cabeza del cuerpo de la víctima. La vista de la sangre transformó su cólera en
frenesí. Rechinando los dientes y echando fuego por los ojos, saltó sobre el
cuerpo de la joven y, hundiéndole las terribles garras en la garganta, las
mantuvo así hasta que hubo expirado. Las furiosas miradas de la bestia cayeron
entonces sobre la cabecera del lecho, sobre el cual el rostro de su amo,
paralizado por el horror, alcanzaba apenas a divisarse. La furia del orangután,
que, sin duda, no olvidaba el temido látigo, se cambió instantáneamente en
miedo. Seguro de haber merecido un castigo, pareció deseoso de ocultar sus
sangrientas acciones, y se lanzó por el cuarto lleno de nerviosa agitación,
echando abajo y rompiendo los muebles a cada salto y arrancando el lecho de su
bastidor. Finalmente se apoderó del cadáver de mademoiselle L’Espanaye y lo
metió en el cañón de la chimenea, tal como fue encontrado luego, tomó luego el
de la anciana y lo tiró de cabeza por la ventana.
En momentos
en que el mono se acercaba a la ventana con su mutilada carga, el marinero se
echó aterrorizado hacia atrás y, deslizándose sin precaución alguna hasta el
suelo, corrió inmediatamente a su casa, temeroso de las consecuencias de
semejante atrocidad y olvidando en su terror toda preocupación por la suerte
del orangután. Las palabras que los testigos oyeron en la escalera fueron las
exclamaciones de espanto del francés, mezcladas con los diabólicos sonidos que
profería la bestia.
Poco me
queda por agregar. El orangután debió de escapar por la varilla del pararrayos
un segundo antes de que la puerta fuera forzada. Sin duda, cerró la ventana a
su paso. Más tarde fue capturado por su mismo dueño, quien lo vendió al Jardin
des Plantes en una elevada suma.
Lebon fue
puesto en libertad inmediatamente después que hubimos narrado todas las
circunstancias del caso -con algunos comentarios por parte de Dupin- en el bureau
del prefecto de policía. Este funcionario, aunque muy bien dispuesto hacia
mi amigo, no pudo ocultar del todo el fastidio que le producía el giro que
había tomado el asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre la conveniencia de
que cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
-Déjelo
usted hablar -me dijo Dupin, que no se había molestado en replicarle-. Deje que
se desahogue; eso aliviará su conciencia. Me doy por satisfecho con haberlo
derrotado en su propio terreno. De todos modos, el hecho de que haya fracasado
en la solución del misterio no es ninguna razón para asombrarse; en verdad,
nuestro amigo el prefecto es demasiado astuto para ser profundo. No hay fibra
en su ciencia: mucha cabeza y nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa
Laverna, o, a lo sumo, mucha cabeza y lomos, como un bacalao. Pero después de
todo es un buen hombre. Lo estimo especialmente por cierta forma maestra de
gazmoñería, a la cual debe su reputación. Me refiero a la manera que tiene de nier
ce qui est, et d’ expliquer ce qui n’est pas.
Aceite de perro
[Cuento. Texto completo.]
Ambrose
Bierce[Cuento. Texto completo.]
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más
humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí
madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se
ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos;
no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con
frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en
el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural
inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al
negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto
había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de
mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los
dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se
reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos,
a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar
lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más
valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar
sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los
perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió
mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al
conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de
desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo
de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar
atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos
de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los
motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta
lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi
muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la
hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos,
arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite
giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la
superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el
cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo
corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban
apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi
corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no
hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había
provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la
aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no
puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría
sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no
tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En
resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias
arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las
manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un
aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado
muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese
resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran
de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi
lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando
su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis
padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su
estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación
con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los
pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre
los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre
del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado
naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada
influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que
acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas
tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él
con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos:
salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta
aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también
de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia.
En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a
convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la
que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente
manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con
espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el
corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera,
consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir
al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y
atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre
pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante
cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un
misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su
energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y
estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la
puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos.
Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De
pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos,
aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de
noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de
hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le
permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante
se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible.
Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando,
ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla
con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de
observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin,
después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron
repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de
contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre,
malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en
los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente,
reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante
ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que
había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos
infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera
honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se
han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto
de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
¡Diles que no me maten!
[Cuento. Texto completo.]
Juan Rulfo[Cuento. Texto completo.]
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por
caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado
bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya
no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos,
acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor
dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó
hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará
de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá
y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él
seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto.
Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le
había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de
vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas
ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan
enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don
Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino
porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su
compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de
la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para
sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía,
en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el
hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros,
entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales
flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había
gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio
Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero
y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a
la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo
el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de
acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su
acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril
andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas
que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la
cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no
perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto
con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado.
Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que
la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso,
no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado
todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos
muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena.
Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por
parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado
para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me
avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y
pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media
noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue
un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el
olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los
pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me
dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba
trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de
tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo
tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo
había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en
que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día
en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le
pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin
indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo.
Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos.
Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a
como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No
necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente
maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel
cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por
el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que
le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el
ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria
que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados
mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas
en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar
alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro
Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La
madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la
tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de
los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la
tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra
estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre
sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino
largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el
último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a
él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le
he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba
callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía.
Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran.
No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en
cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora
desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando
la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando
a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo
todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras
ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría
de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no
aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del
todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos
hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo
soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se
separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían
oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno
de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo.
Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar
la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las
primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por
el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero
en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz
de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el
sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta
hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien
allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron
que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos
agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después
una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y
que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y
pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo
que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo,
alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar
a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar
donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que
siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme
solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron.
Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido
como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían.
No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No
me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra
la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le
duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del
horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había
vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que
no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para
que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron,
arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para
arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la
cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote
cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como
te dieron.
A la deriva
(QUIROGA, Horacio)
El hombre pisó algo blanduzco, y en
seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un
juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
.
El marica
(CASTILLO, Abelardo)
Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás
ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras,
que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente
que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir
ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que
tengo que decírtelo. Escuchame.Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: “Adiós los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
—Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
—Soltame —dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
—Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
—Es un marica.
—Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
—Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta —uno también elige—, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato.
—Me pasaron un dato —dijo—, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.
Y yo dije macanudo.
—César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
—¿Con los muchachos?
—Sí, qué tiene.
Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
—Abelardo, vos lo sabías.
—Callate y entrá.
—¡Lo sabías!
—Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco, treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados como locos. A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.
—Debe estar sucia.
Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador, abrochándose la bragueta.
Nos guiñó un ojo.
—Pasá vos.
—No, yo no. Yo después.
Entró el colorado, después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos. Salían hombres. Sí, esa era exactamente la impresión que yo tenía.
Entré yo. Cuando salí, vos no estabas.
—Dónde está César.
—Disparó.
Y el ademán —un ademán que pudo ser idéntico al del negro— se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
—Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
—Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
—Agarró pa ayá —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
—Lo sabías.
—Volvé.
—No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
—Volvé, animal.
—Por Dios que no puedo.
—Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
—Bruto —dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
—Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
La noche boca arriba
[Cuento. Texto completo.]
Julio Cortázar[Cuento. Texto completo.]
Y salían en ciertas épocas a cazar
enemigos;
le llamaban la guerra florida. |
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró
a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al
lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba
olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el
olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en
que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de
los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha
calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de
la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi
físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de
un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y
hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse
otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a
alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama,
una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó
una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo
iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como
de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes;
como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es
peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual
cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de
donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía
toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y
seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había
tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas
que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de
agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía
ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya
no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas,
como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién
hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no
alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo
tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,
ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de
algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto,
la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un
alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se
iba apagando poco a poco.Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
La intrusa
(BORGES, Jorge Luis)
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
—Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
—Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué, aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
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TESEO Y EL MINOTAURO
(Mitos y leyendas griegas)
Aquella
noche Egeo, el anciano rey de Atenas, se mostraba tan triste y preocupado que
su hijo Teseo le dijo:
—Qué mal aspecto tienes, padre... ¿Te aflige algún pesar?
—¡Ay de mí! Mañana es el día maldito en que, como todos los años, he de enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos de Creta. Los desgraciados están condenados...
—¿Condenados? ¿Qué crimen han cometido para tener que morir?
—¡Morir! ¡Si solo fuera eso: los devorará el Minotauro!
Teseo sintió un escalofrío. Llevaba mucho tiempo fuera de Grecia y acababa de regresar a su patria, pero había oído hablar del Minotauro. Se decía que este monstruo, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, se alimentaba de carne humana.
—¡Padre, no consientas semejante infamia! ¿Por qué permites que se perpetúe tan odiosa costumbre?
—No tengo más remedio —suspiró Egeo–. Mira, hijo, antaño perdí una guerra contra el rey de Creta. Desde entonces he de pagarle como tributo, todos los años, catorce jóvenes atenienses, que el monstruo devora...
Con todo el ardor de su juventud, Teseo exclamó:
—¡En ese caso, permite que vaya a la isla! Acompañaré a las víctimas y me enfrentaré al Minotauro, padre. ¡Lo venceré y te libraré de tan horrible deuda!
Al oír aquellas palabras, el anciano Egeo se estremeció y estrechó a su hijo entre sus brazos:
—¡Jamás! Me espantaría perderte.
Años atrás, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin darse cuenta debido a una estratagema de Medea, su segunda esposa, que aborrecía a su hijastro.
—¡No, no consentiré que vayas! Además, dicen que el Minotauro es invencible. ¡Vive oculto en un extraño palacio llamado Laberinto! Tiene tantos pasadizos, y son tan intrincados que los que se adentran por ellos no saben cómo salir. Y acaban por encontrarse con el monstruo, que los devora. Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enfadó, y luego recurrió a los mimos y a la persecución hasta que el anciano rey Egeo, con el corazón desgarrado, acabó por ceder.
A la mañana siguiente, Teseo se dirigió junto con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Les acompañaban los jóvenes que iban a emprender su último viaje. Los ciudadanos contemplaban la procesión, unos con lágrimas en los ojos, otros amenazando con el puño a los emisarios del rey Minos que flanqueaban el siniestro cortejo. Al cabo, el grupo llegó al muelle donde estaba atracada una galera de velas negras. El rey explicó a Teseo:
—Son una señal de luto. Ay, hijo mío..., si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas, para que sepa, aun antes de que llegues a puerto, que estás vivo.
Teseo se lo prometió. Luego abrazó a su padre y se embarcó con el resto de los atenienses.
Una noche, durante la travesía, Neptuno, el dios del mar, se apareció en sueños a Teseo y le dijo sonriente:
—Mi buen Teseo: eres tan valiente como un dios. Cosa nada rara, pues eres tan hijo mío como de Egeo...
Entonces Teseo se enteró del fabuloso relato de su nacimiento.
—Cuando te despiertes, tírate al agua —le indicó Neptuno—. Encontrarás un anillo de oro que Minos perdió hace mucho tiempo.
Teseo se despertó. Era de día y a lo lejos se avistaban las islas de Creta.
Entonces, ante la mirada estupefacta de sus compañeros, Teseo se tiró al agua. Al llegar al fondo divisó una joya que relucía entre las conchas, y la cogió; el corazón le latía fuertemente.
De modo que todo lo que le había dicho Neptuno era verdad: ¡era un semidiós!
Este descubrimiento hizo que redoblaran sus ánimos y su valor.
Cuando la nave atracó en el puerto de Cnosos, Teseo vio entre la muchedumbre al rey rodeado de su séquito y fue a presentarse ante él:
—Salve, poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas venido de tan lejos a implorar mi clemencia —dijo el rey, mientras contaba cuidadosamente a los catorce jóvenes atenienses.
—No. Lo único que te pido es que no me separes de mis compañeros.
Los acompañantes del rey dejaron escapar un murmullo. Este contempló con desconfianza al recién llegado. Reconoció el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo y se preguntó muy sorprendido de qué prodigio se habría valido el hijo de Egeo para encontrar la joya. Luego rezongó en tono de desconfianza:
—¡De modo que pretendes enfrentarte al Minotauro! En ese caso, habrás de hacerlo solo con las manos: deja aquí las armas.
Entre la comitiva del rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensaba horrorizada que pronto la pagaría con su vida. Teseo había estado mirando un buen rato a Ariadna. Desde luego le había llamado la atención su belleza, pero se quedó sobre todo intrigado porque estaba haciendo punto.
—Vaya un sitio más raro para calcetar —se dijo Teseo para sus adentros.
Sí, a Ariadna la gustaba hacer calceta porque podía dedicarse a meditar. Y sin dejar de mirar a Teseo, se le estaba ocurriendo una idea descabellada...
—Venid a comer y a descansar —les ordenó el rey Minos—. Mañana os conducirán al Laberinto.
Teseo se despertó sobresaltado: ¡alguien acababa de entrar en el aposento en el que dormía! Escudriñó la oscuridad y lamentó que le hubieran despojado de su espada. Una silueta blanca se destacó entre las sombras y un familiar chasquido de las agujas le reveló la identidad de la visita.
—No temas. Soy yo, Ariadna.
La hija del rey se acercó al lecho y se sentó. Cogió la mano del joven y le suplicó:
—¡Ay, Teseo, no vayas con tus compañeros! Si entras en el Laberinto, no podrás salir de él nunca más. Y no quiero que mueras...
Los estremecimientos de Ariadna revelaron a Teseo la naturaleza de los sentimientos que la habían empujado a ir a verlo aquella noche. Muy turbado murmuró:
—He de hacerlo, Ariadna. Tengo que vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo aborrezco. Pero es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ay, Teseo, deja que te cuente una historia muy singular... Mucho antes de que yo naciera, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de burlarse de Neptuno, sacrificando un pobre toro, flaco y enfermo, en lugar del magnífico toro que él le había enviado. Al poco tiempo, mi padre se casó con la hermosa Pasifae, que es mi madre. Pero Neptuno tramaba una venganza. En recuerdo de la antigua ofensa que le había hecho, consiguió que Pasifae perdiera la cabeza y se enamorara de un toro. La desgraciada mandó incluso que le construyeran un caparazón en forma de vaca, dentro del cual se metió para unirse al animal del que se había enamorado. Ya te puedes imaginar el resto, mi madre dio a luz al Minotauro. Mi padre no tuvo valor para matarlo, pero intentó ocultarlo para siempre de los ojos del mundo. Mandó llamar al mejor de sus arquitectos, Dédalo, el cual diseñó el laberinto. ¡Pero no te creas que estoy de parte del Minotauro! ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—En ese caso, lo mataré.
—Aunque lo consiguieras, no serías capaz de salir del Laberinto.
—¡Pues qué le vamos a hacer!
Un prolongado silencio cubrió la oscuridad.
De repente, la muchacha se arrimó al joven y le dijo:
—Teseo, si te proporciono el medio para salir del Laberinto, ¿me llevarías contigo?
El héroe no contestó. Desde luego, Ariadna era muy atractiva y era la hija del rey. Pero había llegado a aquella isla, no en busca de esposa sino a liberar a su país de una carga.
—Conozco las costumbres del Minotauro —le insistió ella— y sé cuales son las debilidades y cómo podrías vencerlas. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me llevarás contigo y me harás tu esposa!
—Está bien. Lo acepto.
A Ariadna le sorprendió que Teseo aceptara enseguida. ¿Estaría enamorado de ella o simplemente dispuesto a admitir un trato? ¡Qué más daba!
Le confió mil secretos que al día siguiente le permitirían vencer a su hermano. Y el sonido de su voz se mezclaba con el incesante chasquido de las agujas: Ariadna no había dejado ni un momento de hacer punto.
Frente a la entrada del Laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entrad, ha llegado la hora...!
Mientras los catorce jóvenes, completamente aterrorizados, iban entrando uno a uno en la extraña construcción, Ariadna le susurró al oído a su protegido:
—Teseo, coge este hilo y, ¡por lo que más quieras, no lo pierdas! Será lo que nos una.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que tejía continuamente. El héroe cogió lo que ella le daba: un tenue hilo, casi invisible. Aunque el rey Minos no adivinó lo que tramaban, sí se dio cuenta de que al muchacho y a su hija les costaba mucho separase.
—¿Qué pasa, Teseo? ¿Te da miedo entrar?
Sin decir ni una palabra, el héroe se metió en el corredor y enseguida se unió a sus compañeros, que, en una bifurcación, no sabían qué camino tomar.
—¡Qué más da! Sigamos por la derecha.
Llegaron a un callejón sin salida, dieron media vuelta y tomaron otro camino, que les condujo a otra bifurcación de la que partían varios pasadizos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Al poco salieron al aire libre; habían dejado atrás las paredes del Laberinto y ahora se encontraban ante unos matorrales muy espesos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. Igual el destino nos brinda la oportunidad de no toparnos con el Minotauro... sino con la salida.
Teseo sabía que desgraciadamente aquello era imposible: Dédalo había ideado la construcción de modo que siempre se llegara al centro de la misma.
Y eso fue exactamente lo que pasó. Al anochecer, cuando sus compañeros empezaban a quejarse de cansancio y de hambre, de repente Teseo les ordenó:
—¡Deteneos! Escuchad. ¿No os huele a algo raro?
Las paredes les devolvían el eco de unos rugidos impacientes y en el aire flotaba un denso olor a carroña.
—Ya llegamos —murmuró Teseo—. ¡Estamos cerca del antro del monstruo! ¡Aguardadme y, sobre todo, no os mováis de aquí!
Se marchó solo, sin soltar el hilo de Ariadna.
De repente llegó a una explanada circular parecida a una plaza de toros allí estaba el monstruo más horroroso que jamás se pudo haber imaginado: era un gigante con cabeza de toro, y brazos y piernas musculosos como troncos de roble. Al ver llegar a Teseo, el Minotauro emitió un feroz bramido de golosa satisfacción, abriendo las babeantes fauces. Bajó la testa bovina y peluda, apuntando a su presa con su afilada cornamenta. Luego se abalanzó sobre su víctima golpeando la arena con las pezuñas de sus pies.
El suelo estaba cubierto de huesos. Teseo cogió el más grande y lo blandió. Cuando el monstruo se disponía a ensartarlo con sus astas se hizo a un lado y le asestó en el morro un golpe rotundo capaz de derribar a un buey... ¡Pero no tan violento como para matar a un Minotauro!
El monstruo rugió de dolor. Sin darle tiempo para recuperarse, Teseo se agarró con todas sus fuerzas de las astas y saltó sobre su peludo lomo. Encaramado sobre él, apretó las piernas como si fueran tenazas y trató de estrangularle. Incapaz de respirar el monstruo se debatía furioso. No podía cornear a su adversario que estaba firmemente trabado a él. Pataleó, se cayó, se revolcó por el suelo. A pesar de que la arena se le metía en los ojos y en los oídos, Teseo, siguiendo los consejos de Ariadna, no soltaba a su presa.
Poco a poco el Minotauro fue perdiendo las fuerzas y al cabo emitió un espantoso bramido de rabia, se estremeció y exhaló el último suspiro. Entonces Teseo se apartó de aquella enorme masa inerte. Su primer impulso fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había hecho que acudieran sus compañeros.
—¡Quién lo iba a decir! ¡Has vencido al Minotauro! ¡ Estamos salvados!
Teseo pidió que le ayudaran a arrancar las astas al toro.
—Así sabrá Minos que ya no puede reclamar ningún tributo —les explicó.
—¿De qué nos va a servir? Es cierto que hemos salvado la vida pero nos aguarda una muerte lenta, pues nunca seremos capaces de salir de aquí.
—Ya lo creo —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Mirad!
Echaron a andar rápidamente. Gracias al hilo podían recorrer en sentido inverso el tortuoso y largo camino que los había conducido hasta el Minotauro. A duras penas lograba Teseo calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios bienhechor habría inspirado a Ariadna aquella idea genial. Al poco rato el hilo se puso tenso: desde la otra punta alguien tiraba de él con tanta impaciencia como Teseo.
Al cabo de unas horas salieron al aire libre. El agotado héroe tiró al suelo, junto a la entrada, la sanguinolenta cornamenta del Minotauro.
—¡Teseo..., al fin! ¡Lo conseguiste!
Loca de amor y de alegría, Ariadna corrió hacía él y ambos se fundieron en un abrazo. La hija de Minos contempló tiernamente el revoltijo del enorme ovillo que Teseo tenía entre las manos y le reprochó con una sonrisa:
—Hay que ver, ya podías haberlo enrollado un poquito...
Empezaba a amanecer. Teseo y sus compañeros, junto con Ariadna, cruzaron sigilosamente las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—Agujeread el casco de todos los navíos cretenses —les ordenó Teseo.
—¿Por qué? —preguntó Ariadna muy sorprendida.
—¿Acaso piensas que tu padre se va a quedar impasible? ¿Que va a permitir que su hija se fugue con el que ha matado al hijo de su esposa?
—Tienes razón —admitió ella—. ¡Habrá que ver qué castigo impone a Dédalo, puesto que el Laberinto no ha servido para proteger al Minotauro como mi padre deseaba!
Cuando despuntó el sol, la galera de Teseo zarpaba del puerto y navegaba rumbo a Grecia...
Durante el viaje de vuelta Teseo tuvo un sueño muy extraño esta vez fue otro dios, Baco, el que se le apareció y dijo:
—Es preciso que abandones a Ariadna en una isla, no será tu esposa para ella tengo proyectos más gloriosos.
—Pero es que le he prometido ... —farfulló Teseo.
—Ya lo sé. Pero tienes que obedecerme, o sino te expondrás a la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó todavía tenía dudas. Pero al día siguiente la galera tuvo que enfrentarse a una tempestad tan violenta que el héroe vio en ella un aviso divino.
Entonces gritó al vigía:
—¡Hay que hacer escala inmediatamente! ¿No ves tierra allá a lo lejos?
—¡Si! Isla a la vista... Debe de ser Naxos. Atracaron en la isla a la vista de que se calmaran los elementos.
La tempestad amainó durante la noche. Al alba mientras Ariadna estaba tendida todavía sobre la arena. Teseo reunió a sus hombres y les ordenó a hacerse inmediatamente a la mar. Sin la muchacha.
—¡No queda más remedio! —añadió al ver el reproche retratado en los rostros de sus compañeros. Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna: cautivado por su belleza, se había enamorado de ella y había decidido que tendrían cuatro hijos y que la joven se sentaría a su lado en el Olimpo. Como señal de alianza divina, incluso tenía pensado regalarle una diadema, que sería el origen de una de las más bellas constelaciones...
Desde luego Teseo desconocía los propósitos de aquel dios enamorado y celoso. Sentía remordimientos mientras navegaban rumbo a Atenas. Estaba tan ocupado que se olvidó de lo que le había dicho su padre antes de partir...
Apostado en el alto del faro que se alzaba en la bocana del Pirineo, el vigía gritó, protegiéndose los ojos con las manos a modo de visera:
—¡Barco a la vista! Sí... es la galera real que regresaba de Creta. ¡Rápido, id a avisar al rey!
Hay menos de tres kilómetros entre Atenas y su puerto. Esperanzado e inquieto, el anciano rey Egeo llegó corriendo hasta los muelles.
—¿Y las velas? —preguntó levantando la cabeza hacia el vigía—. ¿Puedes ver las velas y decirme de qué color son?
—¡Ay, mi señor, son negras!
El anciano Egeo no quiso saber más. Transido de dolor se tiró al agua y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de recoger el cadáver del anciano Egeo en la playa. Teseo fue corriendo hacia él, enseguida comprendió lo que había sucedido y se maldijo por haber sido descuidado.
—¡Padre, no! ¡No..., estoy vivo! ¡Vuelve a la vida, por caridad!
Demasiado tarde: Egeo estaba muerto. Teseo se sumió en un dolor que le hizo olvidar su reciente victoria sobre el monstruo. El héroe pensaba con amargura que acababa de perder esposa y padre.
—¡Teseo, ahora eres tú el rey! —proclamaron los atenienses postrándose ante él.
El nuevo soberano se quedó un momento de absorto ante el cadáver de Egeo y luego decretó solemnemente:
—¡De ahora en adelante este mar llevará el nombre de mi amado padre!
Y por eso, desde el modesto día desde que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que rodea Grecia se llama mar Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. Amanecía y distinguió las oscuras velas de la galera, que se alejaba. Sin poder creer lo que veía, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Será posible que me abandones?
Siguió al barco con los ojos hasta que aquel se perdió en el horizonte y entonces comprendió que jamás volvería a ver a Teseo. Sola, en la playa de Naxos, dio rienda suelta a su dolor y estuvo gran rato lamentándose de la ingratitud de los hombres.
Más tarde, Ariadna encontró en la arena su labor inconclusa.
Cogió las agujas y se puso a tejer, a la espera de que se cumpliera el prodigioso destino que ella todavía desconocía.
Allí se quedó haciendo calceta, y sin dejar de llorar.
—Qué mal aspecto tienes, padre... ¿Te aflige algún pesar?
—¡Ay de mí! Mañana es el día maldito en que, como todos los años, he de enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos de Creta. Los desgraciados están condenados...
—¿Condenados? ¿Qué crimen han cometido para tener que morir?
—¡Morir! ¡Si solo fuera eso: los devorará el Minotauro!
Teseo sintió un escalofrío. Llevaba mucho tiempo fuera de Grecia y acababa de regresar a su patria, pero había oído hablar del Minotauro. Se decía que este monstruo, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, se alimentaba de carne humana.
—¡Padre, no consientas semejante infamia! ¿Por qué permites que se perpetúe tan odiosa costumbre?
—No tengo más remedio —suspiró Egeo–. Mira, hijo, antaño perdí una guerra contra el rey de Creta. Desde entonces he de pagarle como tributo, todos los años, catorce jóvenes atenienses, que el monstruo devora...
Con todo el ardor de su juventud, Teseo exclamó:
—¡En ese caso, permite que vaya a la isla! Acompañaré a las víctimas y me enfrentaré al Minotauro, padre. ¡Lo venceré y te libraré de tan horrible deuda!
Al oír aquellas palabras, el anciano Egeo se estremeció y estrechó a su hijo entre sus brazos:
—¡Jamás! Me espantaría perderte.
Años atrás, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin darse cuenta debido a una estratagema de Medea, su segunda esposa, que aborrecía a su hijastro.
—¡No, no consentiré que vayas! Además, dicen que el Minotauro es invencible. ¡Vive oculto en un extraño palacio llamado Laberinto! Tiene tantos pasadizos, y son tan intrincados que los que se adentran por ellos no saben cómo salir. Y acaban por encontrarse con el monstruo, que los devora. Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enfadó, y luego recurrió a los mimos y a la persecución hasta que el anciano rey Egeo, con el corazón desgarrado, acabó por ceder.
A la mañana siguiente, Teseo se dirigió junto con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Les acompañaban los jóvenes que iban a emprender su último viaje. Los ciudadanos contemplaban la procesión, unos con lágrimas en los ojos, otros amenazando con el puño a los emisarios del rey Minos que flanqueaban el siniestro cortejo. Al cabo, el grupo llegó al muelle donde estaba atracada una galera de velas negras. El rey explicó a Teseo:
—Son una señal de luto. Ay, hijo mío..., si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas, para que sepa, aun antes de que llegues a puerto, que estás vivo.
Teseo se lo prometió. Luego abrazó a su padre y se embarcó con el resto de los atenienses.
Una noche, durante la travesía, Neptuno, el dios del mar, se apareció en sueños a Teseo y le dijo sonriente:
—Mi buen Teseo: eres tan valiente como un dios. Cosa nada rara, pues eres tan hijo mío como de Egeo...
Entonces Teseo se enteró del fabuloso relato de su nacimiento.
—Cuando te despiertes, tírate al agua —le indicó Neptuno—. Encontrarás un anillo de oro que Minos perdió hace mucho tiempo.
Teseo se despertó. Era de día y a lo lejos se avistaban las islas de Creta.
Entonces, ante la mirada estupefacta de sus compañeros, Teseo se tiró al agua. Al llegar al fondo divisó una joya que relucía entre las conchas, y la cogió; el corazón le latía fuertemente.
De modo que todo lo que le había dicho Neptuno era verdad: ¡era un semidiós!
Este descubrimiento hizo que redoblaran sus ánimos y su valor.
Cuando la nave atracó en el puerto de Cnosos, Teseo vio entre la muchedumbre al rey rodeado de su séquito y fue a presentarse ante él:
—Salve, poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas venido de tan lejos a implorar mi clemencia —dijo el rey, mientras contaba cuidadosamente a los catorce jóvenes atenienses.
—No. Lo único que te pido es que no me separes de mis compañeros.
Los acompañantes del rey dejaron escapar un murmullo. Este contempló con desconfianza al recién llegado. Reconoció el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo y se preguntó muy sorprendido de qué prodigio se habría valido el hijo de Egeo para encontrar la joya. Luego rezongó en tono de desconfianza:
—¡De modo que pretendes enfrentarte al Minotauro! En ese caso, habrás de hacerlo solo con las manos: deja aquí las armas.
Entre la comitiva del rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensaba horrorizada que pronto la pagaría con su vida. Teseo había estado mirando un buen rato a Ariadna. Desde luego le había llamado la atención su belleza, pero se quedó sobre todo intrigado porque estaba haciendo punto.
—Vaya un sitio más raro para calcetar —se dijo Teseo para sus adentros.
Sí, a Ariadna la gustaba hacer calceta porque podía dedicarse a meditar. Y sin dejar de mirar a Teseo, se le estaba ocurriendo una idea descabellada...
—Venid a comer y a descansar —les ordenó el rey Minos—. Mañana os conducirán al Laberinto.
Teseo se despertó sobresaltado: ¡alguien acababa de entrar en el aposento en el que dormía! Escudriñó la oscuridad y lamentó que le hubieran despojado de su espada. Una silueta blanca se destacó entre las sombras y un familiar chasquido de las agujas le reveló la identidad de la visita.
—No temas. Soy yo, Ariadna.
La hija del rey se acercó al lecho y se sentó. Cogió la mano del joven y le suplicó:
—¡Ay, Teseo, no vayas con tus compañeros! Si entras en el Laberinto, no podrás salir de él nunca más. Y no quiero que mueras...
Los estremecimientos de Ariadna revelaron a Teseo la naturaleza de los sentimientos que la habían empujado a ir a verlo aquella noche. Muy turbado murmuró:
—He de hacerlo, Ariadna. Tengo que vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo aborrezco. Pero es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ay, Teseo, deja que te cuente una historia muy singular... Mucho antes de que yo naciera, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de burlarse de Neptuno, sacrificando un pobre toro, flaco y enfermo, en lugar del magnífico toro que él le había enviado. Al poco tiempo, mi padre se casó con la hermosa Pasifae, que es mi madre. Pero Neptuno tramaba una venganza. En recuerdo de la antigua ofensa que le había hecho, consiguió que Pasifae perdiera la cabeza y se enamorara de un toro. La desgraciada mandó incluso que le construyeran un caparazón en forma de vaca, dentro del cual se metió para unirse al animal del que se había enamorado. Ya te puedes imaginar el resto, mi madre dio a luz al Minotauro. Mi padre no tuvo valor para matarlo, pero intentó ocultarlo para siempre de los ojos del mundo. Mandó llamar al mejor de sus arquitectos, Dédalo, el cual diseñó el laberinto. ¡Pero no te creas que estoy de parte del Minotauro! ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—En ese caso, lo mataré.
—Aunque lo consiguieras, no serías capaz de salir del Laberinto.
—¡Pues qué le vamos a hacer!
Un prolongado silencio cubrió la oscuridad.
De repente, la muchacha se arrimó al joven y le dijo:
—Teseo, si te proporciono el medio para salir del Laberinto, ¿me llevarías contigo?
El héroe no contestó. Desde luego, Ariadna era muy atractiva y era la hija del rey. Pero había llegado a aquella isla, no en busca de esposa sino a liberar a su país de una carga.
—Conozco las costumbres del Minotauro —le insistió ella— y sé cuales son las debilidades y cómo podrías vencerlas. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me llevarás contigo y me harás tu esposa!
—Está bien. Lo acepto.
A Ariadna le sorprendió que Teseo aceptara enseguida. ¿Estaría enamorado de ella o simplemente dispuesto a admitir un trato? ¡Qué más daba!
Le confió mil secretos que al día siguiente le permitirían vencer a su hermano. Y el sonido de su voz se mezclaba con el incesante chasquido de las agujas: Ariadna no había dejado ni un momento de hacer punto.
Frente a la entrada del Laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entrad, ha llegado la hora...!
Mientras los catorce jóvenes, completamente aterrorizados, iban entrando uno a uno en la extraña construcción, Ariadna le susurró al oído a su protegido:
—Teseo, coge este hilo y, ¡por lo que más quieras, no lo pierdas! Será lo que nos una.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que tejía continuamente. El héroe cogió lo que ella le daba: un tenue hilo, casi invisible. Aunque el rey Minos no adivinó lo que tramaban, sí se dio cuenta de que al muchacho y a su hija les costaba mucho separase.
—¿Qué pasa, Teseo? ¿Te da miedo entrar?
Sin decir ni una palabra, el héroe se metió en el corredor y enseguida se unió a sus compañeros, que, en una bifurcación, no sabían qué camino tomar.
—¡Qué más da! Sigamos por la derecha.
Llegaron a un callejón sin salida, dieron media vuelta y tomaron otro camino, que les condujo a otra bifurcación de la que partían varios pasadizos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Al poco salieron al aire libre; habían dejado atrás las paredes del Laberinto y ahora se encontraban ante unos matorrales muy espesos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. Igual el destino nos brinda la oportunidad de no toparnos con el Minotauro... sino con la salida.
Teseo sabía que desgraciadamente aquello era imposible: Dédalo había ideado la construcción de modo que siempre se llegara al centro de la misma.
Y eso fue exactamente lo que pasó. Al anochecer, cuando sus compañeros empezaban a quejarse de cansancio y de hambre, de repente Teseo les ordenó:
—¡Deteneos! Escuchad. ¿No os huele a algo raro?
Las paredes les devolvían el eco de unos rugidos impacientes y en el aire flotaba un denso olor a carroña.
—Ya llegamos —murmuró Teseo—. ¡Estamos cerca del antro del monstruo! ¡Aguardadme y, sobre todo, no os mováis de aquí!
Se marchó solo, sin soltar el hilo de Ariadna.
De repente llegó a una explanada circular parecida a una plaza de toros allí estaba el monstruo más horroroso que jamás se pudo haber imaginado: era un gigante con cabeza de toro, y brazos y piernas musculosos como troncos de roble. Al ver llegar a Teseo, el Minotauro emitió un feroz bramido de golosa satisfacción, abriendo las babeantes fauces. Bajó la testa bovina y peluda, apuntando a su presa con su afilada cornamenta. Luego se abalanzó sobre su víctima golpeando la arena con las pezuñas de sus pies.
El suelo estaba cubierto de huesos. Teseo cogió el más grande y lo blandió. Cuando el monstruo se disponía a ensartarlo con sus astas se hizo a un lado y le asestó en el morro un golpe rotundo capaz de derribar a un buey... ¡Pero no tan violento como para matar a un Minotauro!
El monstruo rugió de dolor. Sin darle tiempo para recuperarse, Teseo se agarró con todas sus fuerzas de las astas y saltó sobre su peludo lomo. Encaramado sobre él, apretó las piernas como si fueran tenazas y trató de estrangularle. Incapaz de respirar el monstruo se debatía furioso. No podía cornear a su adversario que estaba firmemente trabado a él. Pataleó, se cayó, se revolcó por el suelo. A pesar de que la arena se le metía en los ojos y en los oídos, Teseo, siguiendo los consejos de Ariadna, no soltaba a su presa.
Poco a poco el Minotauro fue perdiendo las fuerzas y al cabo emitió un espantoso bramido de rabia, se estremeció y exhaló el último suspiro. Entonces Teseo se apartó de aquella enorme masa inerte. Su primer impulso fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había hecho que acudieran sus compañeros.
—¡Quién lo iba a decir! ¡Has vencido al Minotauro! ¡ Estamos salvados!
Teseo pidió que le ayudaran a arrancar las astas al toro.
—Así sabrá Minos que ya no puede reclamar ningún tributo —les explicó.
—¿De qué nos va a servir? Es cierto que hemos salvado la vida pero nos aguarda una muerte lenta, pues nunca seremos capaces de salir de aquí.
—Ya lo creo —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Mirad!
Echaron a andar rápidamente. Gracias al hilo podían recorrer en sentido inverso el tortuoso y largo camino que los había conducido hasta el Minotauro. A duras penas lograba Teseo calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios bienhechor habría inspirado a Ariadna aquella idea genial. Al poco rato el hilo se puso tenso: desde la otra punta alguien tiraba de él con tanta impaciencia como Teseo.
Al cabo de unas horas salieron al aire libre. El agotado héroe tiró al suelo, junto a la entrada, la sanguinolenta cornamenta del Minotauro.
—¡Teseo..., al fin! ¡Lo conseguiste!
Loca de amor y de alegría, Ariadna corrió hacía él y ambos se fundieron en un abrazo. La hija de Minos contempló tiernamente el revoltijo del enorme ovillo que Teseo tenía entre las manos y le reprochó con una sonrisa:
—Hay que ver, ya podías haberlo enrollado un poquito...
Empezaba a amanecer. Teseo y sus compañeros, junto con Ariadna, cruzaron sigilosamente las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—Agujeread el casco de todos los navíos cretenses —les ordenó Teseo.
—¿Por qué? —preguntó Ariadna muy sorprendida.
—¿Acaso piensas que tu padre se va a quedar impasible? ¿Que va a permitir que su hija se fugue con el que ha matado al hijo de su esposa?
—Tienes razón —admitió ella—. ¡Habrá que ver qué castigo impone a Dédalo, puesto que el Laberinto no ha servido para proteger al Minotauro como mi padre deseaba!
Cuando despuntó el sol, la galera de Teseo zarpaba del puerto y navegaba rumbo a Grecia...
Durante el viaje de vuelta Teseo tuvo un sueño muy extraño esta vez fue otro dios, Baco, el que se le apareció y dijo:
—Es preciso que abandones a Ariadna en una isla, no será tu esposa para ella tengo proyectos más gloriosos.
—Pero es que le he prometido ... —farfulló Teseo.
—Ya lo sé. Pero tienes que obedecerme, o sino te expondrás a la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó todavía tenía dudas. Pero al día siguiente la galera tuvo que enfrentarse a una tempestad tan violenta que el héroe vio en ella un aviso divino.
Entonces gritó al vigía:
—¡Hay que hacer escala inmediatamente! ¿No ves tierra allá a lo lejos?
—¡Si! Isla a la vista... Debe de ser Naxos. Atracaron en la isla a la vista de que se calmaran los elementos.
La tempestad amainó durante la noche. Al alba mientras Ariadna estaba tendida todavía sobre la arena. Teseo reunió a sus hombres y les ordenó a hacerse inmediatamente a la mar. Sin la muchacha.
—¡No queda más remedio! —añadió al ver el reproche retratado en los rostros de sus compañeros. Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna: cautivado por su belleza, se había enamorado de ella y había decidido que tendrían cuatro hijos y que la joven se sentaría a su lado en el Olimpo. Como señal de alianza divina, incluso tenía pensado regalarle una diadema, que sería el origen de una de las más bellas constelaciones...
Desde luego Teseo desconocía los propósitos de aquel dios enamorado y celoso. Sentía remordimientos mientras navegaban rumbo a Atenas. Estaba tan ocupado que se olvidó de lo que le había dicho su padre antes de partir...
Apostado en el alto del faro que se alzaba en la bocana del Pirineo, el vigía gritó, protegiéndose los ojos con las manos a modo de visera:
—¡Barco a la vista! Sí... es la galera real que regresaba de Creta. ¡Rápido, id a avisar al rey!
Hay menos de tres kilómetros entre Atenas y su puerto. Esperanzado e inquieto, el anciano rey Egeo llegó corriendo hasta los muelles.
—¿Y las velas? —preguntó levantando la cabeza hacia el vigía—. ¿Puedes ver las velas y decirme de qué color son?
—¡Ay, mi señor, son negras!
El anciano Egeo no quiso saber más. Transido de dolor se tiró al agua y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de recoger el cadáver del anciano Egeo en la playa. Teseo fue corriendo hacia él, enseguida comprendió lo que había sucedido y se maldijo por haber sido descuidado.
—¡Padre, no! ¡No..., estoy vivo! ¡Vuelve a la vida, por caridad!
Demasiado tarde: Egeo estaba muerto. Teseo se sumió en un dolor que le hizo olvidar su reciente victoria sobre el monstruo. El héroe pensaba con amargura que acababa de perder esposa y padre.
—¡Teseo, ahora eres tú el rey! —proclamaron los atenienses postrándose ante él.
El nuevo soberano se quedó un momento de absorto ante el cadáver de Egeo y luego decretó solemnemente:
—¡De ahora en adelante este mar llevará el nombre de mi amado padre!
Y por eso, desde el modesto día desde que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que rodea Grecia se llama mar Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. Amanecía y distinguió las oscuras velas de la galera, que se alejaba. Sin poder creer lo que veía, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Será posible que me abandones?
Siguió al barco con los ojos hasta que aquel se perdió en el horizonte y entonces comprendió que jamás volvería a ver a Teseo. Sola, en la playa de Naxos, dio rienda suelta a su dolor y estuvo gran rato lamentándose de la ingratitud de los hombres.
Más tarde, Ariadna encontró en la arena su labor inconclusa.
Cogió las agujas y se puso a tejer, a la espera de que se cumpliera el prodigioso destino que ella todavía desconocía.
Allí se quedó haciendo calceta, y sin dejar de llorar.
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